domingo, 2 de agosto de 2009

lunes, 9 de marzo de 2009

domingo, 8 de marzo de 2009


La de Muñecas 970 es una construcción porteña típica .
Sobre un terreno de 8,66 m. de ancho, un pasillo enhebra tres departamentos “tipo casa”.
Ubicada en el barrio Villa Crespo, donde las inundaciones por desborde del arroyo Maldonado son frecuentes, una madrugada de tormenta la casa
se desprende del terreno y atraviesa la ciudad llevada por la corriente, sale al río y deja atrás Buenos Aires.
Adentro van sus habitantes. En el de
pto.1, los Nascate, una “familia tipo”. En el depto. 2, Milton y Ma, una pareja unida por la tormenta, y el feto. En el depto. 3, Vidal, un jubilado municipal convaleciente.
Muñecas 970 cuenta la historia de la casa y su viaje.

Muñecas 970 se consigue en estas librerías.

Aguas villacrespenses

Le pido prestado el adjetivo "villacrespense" a Marechal, que anduvo y que hizo pasar a los personajes de Adán Buenosayres por estas esquinas, para mostrarles que la imaginación febril del autor de Muñecas 970 no es un río que desborda y se vuelca sobre la novela inundándola con su fantasía, sino apenas el reflejo borroso de una realidad que ningún intendente o jefe de desgobierno puede contener. ¿Y para qué?



"En perspectiva, más allá de la línea de balcones, se veía la avenida ancha y desierta sumergida en el agua, algunos techos de autos flotantes y la pata de garza de los semáforos con su luz amarilla intermitente."

"Muñecas 970" empieza así:


Desde que murió la madre, Vidal era solo. Así decían con Doña Carla: nosotros, los que somos solos. Dos veces por día, Doña Carla iba a ponerle inyecciones. Le llevaba la Crónica, le daba píldoras pisadas con las primeras papillas, lo cambiaba, hablaban del tiempo. De mañana era como un despertador; cuando ella entraba en la casa, él abría los ojos. Pero esa mañana Vidal había soñado que tenían que volver a operarlo, y lo despertó un goteo y Doña Carla no estaba.
Fue cayendo del sueño en cámara lenta, caía sin fin a través del tul del calmante. Capas de tules que ondulaban y se hundían embolsándolo. El aire era un paracaídas de gasa. Hasta cuándo iba a caer, adónde. Abrió los ojos. La luz de un relámpago lo iluminó. Vidal reconoció su pieza, el cubo oscuro olor a gasa y desinfectante, el ruido de la lluvia sobre las chapas. El vidrio de la ventana vibraba. Hundió otra vez la cabeza en el agua del sueño y un trueno lo volvió a sacudir. Vio el cielo eléctrico. La noche anterior, Doña Carla se había olvidado la persiana abierta, la iba a reprochar cuando llegara. ¿O se lo había dicho él: no me cierre? ¿Se lo dijo o le parecía ahora, un poco arrepentido, por el miedo a que la lluvia no la dejara llegar? Se acordaba de haberse dormido tarde, como siempre, con las muelas apretadas y haciendo muecas. Los párpados entreabiertos dejaban una ranura, ahí bailaba la pupila el clip del sueño. Después los truenos, la lluvia, las primeras hebras de agua rápidas por las canaletas... no había sentido nada. Estaba como velado. Enfrente los relámpagos. En la mesita de luz, la radio ronca poca pila. Quiso girar para ver el reloj pero la piel de la espalda escarada, el brazo dormido, los puntos, la trampa de su cuerpo de pez náufrago en la orilla.
Se había ido a internar el catorce. El dieciséis lo operaron, el veintidós volvió a su casa. Contó los días, las visitas de Doña Carla, la escala empezaba y terminaba en el mismo pulgar, la música de las cuentas lo tranquilizaba. Iba a ser la décima vez que la escuchaba luchar con la puerta de calle, puerta achatarrada, papa para los vientos, y acercarse por el pasillo largo cargando con el peso de su cadera y la bolsa hecha de sachets con la Crónica y medio zapallo, una botella de agua, algodón. Cuando dejaba de ojotear, venía la llave. Adentro, descalza, las plantas duras tajeadas sobre el frío de la baldosa, Vidal la oía poner a hervir a baño maría aguja y jeringa: el canto bajo metálico, el cuchareo, el cajón, la canilla, captaba cada paso de la operación con su oído de tísico o perro echado esperando verla aparecer con el estuche de acero inoxidable, la sonrisa y las cejas rojas proa al cielo raso mientras preparaba el pico, ya le había dicho buenas o buenas buenas desde la escalera con su voz chillona y dulce, un saludo para la mañana y otro para la tarde, nueve visitas en total desde el día que volvió del Policlínico en una ambulancia con la radio demasiado fuerte y el enfermero y el chofer a los gritos y para colmo fumando. Le había dado un vahído en el viaje que sintió que no podía respirar, veía todo borroso. ¡Socorro! La radio en la cabina le tapaba la voz. Después lo entraron a su casa a empujones dejándole hematomas en una mano y arañazos del bulón de la camilla en una puerta del bahut finamente enchapado en caoba, y se fueron sin parar de gritarse ni de fumar. No esperaron propina, no cerraron la puerta, no levantaron las macetas volcadas en el pasillo, como si nada de él existiese.
Solo, se acordó del sueño que había tenido durante la anestesia: alguien golpeaba la puerta y él no podía ir a atender. Estaba recién operado. Quién era. ¿Era un inspector? ¿Él o el de la puerta? No puedo ir a atender, gritaba. Tampoco quería decirle al otro que se encontraba convaleciente. El otro era un hombre. ¿Está bien?, le preguntaba. Diez puntos. El hombre golpeaba. Déle, déle, decía Vidal, puro roble. Oía los golpes cada vez más fuertes con una sonrisa canchera hasta que se le ocurría, en un desdoblamiento de sí mismo en el fuelle del sueño, que se los estaban dando los médicos para revivirlo. Quería gritar pero no le salía la voz. De pronto el hombre estaba adelante suyo. Era un inspector joven, uno que había visto por el barrio antes de internarse. Lo había reconocido inmediatamente por el saco raído y con aureolas y la carpeta negra pegada al pecho, por las arrugas de la nariz asomando por la cortina de tiras plásticas del almacén. Vine en representación del cuerpo municipal, explicaba. Era el intendente. Hablaba del cuerpo con un discurso vago, a veces elogioso y a veces amenazador. A ti, Lázaro, me dirijo, fue la única frase que le quedó del sueño, lo demás se deshizo en murmullos. Al abrir los ojos, Vidal vio las mamparas plásticas blancas que rodeaban su cama y la sombra borrosa de una enfermera pasando por atrás, el bulto de sus pies en la otra punta, las manijas, una mesita sin revistas ni flores, encima de la silla su bolso con un par de pijamas y la radio portátil.
Desde que había vuelto a su casa, dormir era una tortura. No por las molestias. Estaba débil pero no cansado, tampoco fresco ni mucho menos, más bien exhausto de no moverse, esperar a Doña Carla y más nada. El tiempo era para él un territorio despoblado y liso. Dormir, medicarse, pasar la vista por los rincones, por la sexta que mancha, tráfico de recuerdos. Aparte incómodo con esa primavera, el techo frío de mañana y muy caliente a la tarde, el rollo de cobijas, la pelusa de los plátanos venidos demasiado grandes le picaba en la garganta, no estaba seguro de que no entrara pelusa por una raja o un ventiluz, los últimos gobiernos municipales no podaban nunca, lo habían jubilado y al mismo tiempo dejaron de ocuparse de todas sus necesidades, lo habían abandonado a su suerte, lo único que le quedaba era una cama en el Policlínico y había tenido que estar de últimas para que se la dieran.
De tanto mirar por la ventana oscura forzando los ojos empezó a distinguir las siluetas de los plátanos de Thames; con cada ráfaga agitaban sus ramas largas como cuellos de jirafas. Las vio asomarse a la ventana abierta, buscándolo. Motas, hojas mojadas aleteantes, ganas de estornudar: apoyó una mano sobre el vendaje con los puntos. Se había levantado viento, y aunque la lluvia era más fuerte que antes, gotas más grandes y más decididas, el viento igual la tenía de los pelos y le daba contra los vidrios, zum, contra la pared, zum, contra las ramas, y a él le daban más ganas de estornudar viendo el remolino que se levantaba en la pieza cuando afuera se encendía un segundo, cegadora, la guerra de rayos sin cese.

(...)

Río arriba